Argentina-Escocia, un partido para enganchar a nuev@s adept@s

Concluye el Argentina-Escocia y pienso en las cuatro veinteañeras que viajaban a mi lado en el metro de París camino al Parque de los Príncipes. Espero que con lo que han visto esta noche en la cancha del Paris Saint Germain (PSG) se acaben enganchando definitivamente al fútbol, también cuando lo juegan mujeres.

Antes de que argentinas y escocesas empatasen 3-3 en un choque vibrante, cargado de emoción y con un final de infarto, las había oído decir que no eran muy aficionadas al fútbol, así, sin género, que venían al partido para aprovechar la oportunidad de vivir en primera persona un Mundial.

Hablaban de la selección francesa, a la que habían visto ganar con solvencia sus dos primeros duelos del campeonato frente a Corea del Sur y Noruega. Apenas conocían a las jugadoras galas, confesaban tres de ellas. Pero todas identificaban a Amandine Henry, la capitana de las Bleues.

“Cobra 5.000 euros al mes”, comentó una de ellas admirada. “No, no creo que cobre eso. Me parece mucho. Serán 3.000 euros como mucho”, le replicó su amiga, no sé si porque le pareció un salario muy alto en general o porque consideró que los equipos femeninos no pueden pagar esas cifras.

La mayoría, efectivamente, no lo hace. Pero Henry juega en el todopoderoso Olympique de Lyon, el club que, junto al PSG, mejor remunera a sus jugadoras en Francia: los salarios oscilan entre los 5.000 y los 10.000 euros.

“Bueno, yo voy a apostar al resultado del partido, a ver si al final del Mundial me gano unos euros”, dijo la más alta y habladora del grupo antes de agarrar su móvil y colocar un 1-0 a favor de Argentina. “Nada, pongo cinco euros por todo y listo; es divertido. Al final del Mundial, veré qué saco”, añadió.

Ni la locuaz apostadora ni la cuarta componente del grupo iban al partido. Al llegar a la parada del Parc des Princes desearon a sus otras dos amigas que se divirtieran y siguieron su camino en el metro.

Lástima. Se perdieron un gran partido. El mejor de las argentinas en esta fase de grupos que aún no saben si tendrá premio para ellas. Su pase a la siguiente ronda depende de lo que suceda en los enfrentamientos de este jueves.

Pero ayer no faltó de nada en un duelo que los dos equipos debían ganar si querían citarse con la historia en octavos de final. Escocia disputa su primer Mundial en Francia 2018. Argentina, el tercero. Pero las sudamericanas lograron su boleto para Francia 2019 en la repesca, después de enfrentarse a su federación, la popular AFA, por los escasísimos recursos que les dedicaba. Durante dos años (2015-2017), no jugaron ni un solo partido internacional.

No se notó ayer en el estadio parisino, donde hubo, además de seis goles (3-3) y un juego por momentos notable, pasión, tensión, suspense, un penal sobre la hora señalado por el VAR y lanzado dos veces, emoción desbordante, remontada y un final abrupto cuando al duelo aún le quedaba vida.

La juez lo mató en su punto álgido, sin agregar los minutos que se habían perdido en el añadido con la repetición del penal. Nadie entendió su decisión. Las que menos las futbolistas, que permanecieron en la cancha durante minutos sin saber qué hacer.

Las argentinas, lanzadas, se veían capaces de culminar su increíble remontada en esos minutos extra que en el fútbol no son de la basura. El público -había 28.205 espectadores en la cancha- estaba de su lado y su moral, por las nubes, después de haber neutralizado un 3-0 en 20 minutos.

“Me quedo con un sabor amargo porque, si duraba un poquito más, no sé si lo ganamos…”, dijo, lacónico, Carlos Borrello, el seleccionador argentino.

Las escocesas estaban hundidas. Y aun así querían esos minutos de más para buscar a la desesperada lo que habían dejado escapar en un final de partido sorprendente.

Durante una hora, con tremenda efectividad, las pupilas de Shelley Kerr habían convertido en gol casi todas su ocasiones: tres. Argentina parecía muerta. Era sólo una falsa impresión.

La entrada a la cancha de una adolescente de 17 años de nombre Dalila Ippolito y de una chica de 22 llamada Milagros Menéndez revolucionó el ataque albiceleste. Las dos debutaban en éste y en cualquier Mundial. Jugaron sin miedo y resultaron decisivas.

“Traté de plasmar acá lo que hacía en el barrio. La verdad, me sentí en el potrero y nada más lindo que eso. Me sentí, suelta, muy suelta”, explicó después Ippolito, que asistió a Menéndez en el primer gol de Argentina.

“Nunca perdí la fe ni la esperanza de que el partido se podía sacar adelante. Faltaban 20 minutos y el gol puede entrar en cualquier momento. Entré y traté de subirles las ganas a las chicas que anímicamente estaban un poco bajón porque eran tres goles, capaz dos injustos, de pelota parada, pero traté de alentar al equipo para que sigamos yendo para adelante”, continuó la menuda y descarada joven, que con sus brazos también pedía a la hinchada que no dejara de animar.

“Mi papá me había dicho ‘hija, pido diez minutos de gloria’. Le dije que estaba difícil porque había jugadoras de muy buen nivel, pero Carlos me dio la oportunidad y pude convertir un gol en un Mundial que, te juro, no me lo voy a olvidar nunca más en mi vida”, contó luego Menéndez, que un par de días antes se había visto en sueños marcando un gol, pero de otra factura.

El segundo tanto de la Albiceleste fue un disparo de Florencia Bonsegundo desde la frontal del área que dio en el travesaño, rebotó en la portera escocesa y sobrepasó la línea. La FIFA se lo atribuyó en propio arco a Lee Alexander, pero el mérito fue, sin duda, de la centrocampista argentina, que exhibió todo su coraje en el penal que firmó el 3-3.

Llegó ya en el tiempo añadido, después de que la sala de videoarbitraje (VAR) se tomara varios minutos para decirle a la colegiada que revisara la jugada. Ésta alargó el suspense por unos minutos más. Finalmente, se corrigió y apuntó a los 11 metros.

Con la grada rugiendo, Bonsegundo asumió la responsabilidad de lanzar la pena. Alexander le adivinó la trayectoria, despejó el balón y la argentina no alcanzó a rematar el rechace de la arquera escocesa.

Las británicas corrieron a felicitar a su compañera sin tener en cuenta que se había movido antes de tiempo. Como viene sucediendo en este campeonato, la colegiada demoró un poco, pero mandó repetir el penal.

Sin dudarlo, Bonsegundo volvió a situarse en el fatídico punto y, esta vez sí, batió a Alexander con un fuerte disparo ligeramente escorado a la derecha.

“Sí, quería tirarlo. Tenía la confianza de mis compañeras. Apenas lo erré, vinieron todas a decirme que dale, que dale”, comentó la goleadora tras el duelo.

“En ese momento, te pasan por la cabeza miles de cosas, pero tuve la revancha enseguida y poder convertirlo me ha dado una alegría inmensa y una relajación increíble”, continuó.

El marcador enseñó el 3-3. Por primera vez en la historia de los Mundiales femeninos, un equipo era capaz de revertir un 3-0 en contra e igualar el partido. La hinchada argentina, incansable siempre, desató toda su euforia.

A mi lado, una periodista inglesa se llevaba las manos a la cabeza. Le tocaba rehacer su crónica para The Guardian a velocidad de vértigo. No daba crédito a semejante desenlace.

Yo no volví a ver a las chicas del metro. Pero no tengo ninguna duda de que, como les habían deseado sus amigas, se divirtieron de lo lindo con el espectáculo de estas mujeres. Creo que el fútbol, sin ningún tipo de apellido, ganó como poco dos hinchas más.

Bienvenida

¿Que quién me manda a mí, tantos años después, complicarme la vida con un blog que pretende mirar a los alrededores del deporte? La verdad, no lo sé.

Quizás sea el cielo de París, que ya aburre con su gris plomizo y sus rabietas en forma de tormenta desatada. Pero el argumento no resulta muy convincente… O tal vez quiera aprovechar esta corriente de feminismo que tanto nos entusiasma y confiar en que yo también seré una de las arrastradas por la ola. Es políticamente correcto y ahora, además, vende. Puede también que intente convencer a familiares y amig@s de que, si no escribo desde hace meses, no es por pura vagancia, como ell@s creen. Acaso sea, simplemente, porque en el Mundial femenino de fútbol encontré el marco  perfecto para mirar un poco más allá del balón y contar lo que veo sin pretensiones.

Sea por lo que sea, aquí estoy, después de haber cubierto varios Juegos Olímpicos, dos Mundiales masculinos de fútbol, alguno más de baloncesto, atletismo y natación, una Copa América y unos Panamericanos, así como Europeos diversos de diversos deportes, en mi primer Mundial exclusivamente femenino. Y qué quieren que les diga, me hace ilusión.

Tanta, que me dio igual que la FIFA me confirmara mi acreditación para Francia 2019 cuando ya no creía y me obligara a correr con todo. Tampoco me importó -o sí, pero me sobrepuse- que la mayoría de medios a los que les propuse la cobertura me respondieran con un más o menos explícito no. Igual me vine a La Galia a ver qué implica, en los tiempos que corren, un evento planetario del deporte supuestamente más masculino del mundo protagonizado por mujeres.

Les ahorro conjeturas, toma de posiciones y demás apriorismos. Si gustan, ya leerán lo que detecte el radar. Arranco con la WWC (Women World Cup,) así es como la llama la FIFA, y, después, el destino proveerá. ¡Bienvenid@s tod@s! 

Buscando el Mundial en París

El pasado miércoles a la noche, salí a pasear por el barrio parisino en el que me alojo para comprobar si, como aseguran los medios de comunicación y los organizadores, el Mundial femenino de fútbol ha calado entre los franceses.

Francia disputaba su segundo partido contra Noruega en Niza y quise pensar que,  tras el estupendo estreno de las Bleues ante Corea de Sur, legiones de hinchas se pegarían a los televisores.

Las anfitrionas jugaban, además, a las nueve de la noche, hora en la que los restaurantes, bistrots y demás locales de comida suelen llenarse en París.

Una media hora antes de que empezara el choque, comencé a husmear por las calles que rodean mi casa y no encontré ni un solo televisor sintonizando TF1, la cadena que retransmite en abierto todos los partidos de Francia.

Lo señores que en sus talleres-tienda cosen sin cesar las coloridas telas venidas de Togo, Senegal, Camerún, Costa de Marfil y Congo seguían pegados a sus máquinas, la cabeza agachada, completamente ajenos al fútbol. La mayoría, de hecho, ni siquiera tenía una pantalla con la que distraerse un rato de su quehacer. 

Tampoco había televisión en muchos de los locales de comida africana que pueblan la zona que, para quien no conozca París, está a los pies del Sagrado Corazón y  Montmartre, pero tiene poco que ver con el popular barrio de la bohemia parisina.

En Barbès-La Goutte d’Or, zona vinícola en el siglo XIX y refugio de migrantes desde que se incorporó a París, se concentra una parte importante de la población llegada del África subsahariana en los pasados años 80. 

Las tiendas, los restaurantes y la forma de vivir en la calle reproducen los modos y costumbres de sus lugares de origen y, por momentos, una se olvida de que está en París.

Y aunque el fútbol causa furor también en África, acá nadie parece interesado en el duelo que se inicia en unos minutos entre francesas de diversos orígenes – también africanos- y noruegas.

La gente se ocupa de sus negocios, que cierran más tarde que en el centro de París; cena, toma algo, habla por teléfono y se reúne en grandes grupos en medio de la calle, ya expedita de los múltiples puestos que conforman el popular mercado de Dejean. 

Unos metros más allá, tirando hacia la Marie del XVIII -el ayuntamiento del distrito-, el paisaje cambia. Reaparecen los bulevares y las amplias calles y los negocios ya no sólo están en manos de subsaharianos.

En Chez Ebru, un restaurante turco con comida halal, hay un televisor encendido. Pasa el partido, que está a punto de comenzar. Pero de las tres personas que hay en local sólo una mira la pantalla. La otra está de espaldas, concentrada en su portátil. Y la tercera tiene la cabeza hundida en su móvil.

En la calle, hay poca gente. La mayoría está cenando en alguno de los muchos locales que hay en la zona. Casi ninguno tiene televisión. Parisinos y turistas comen, beben y conversan absolutamente al margen del encuentro que puede casi sellar el pase de Francia a los octavos.

En Elegance Coiffure, aún trabajan pasadas las nueve. El barbero corta el cabello al que, imagino, es su último cliente. Sobre los espejos hay una televisión. Pero el hombre no ha sintonizado el fútbol, sino un meeting de atletismo que no alcanzo a ver dónde se disputa.

Sigo camino. Empieza a llover copiosamente. Me refugio bajo el toldo de la terraza de Le Super Coin (la súper esquina), un bar que está lleno de gente y que, casualmente, pasa el partido. Pero la cosa no parece ir demasiado con los jóvenes que fuman y beben afuera, que están de espaldas a la pantalla y hablan de sus cosas, entre ellas, de los dos años que estudiaron español en el instituto y no les sirvieron para pronunciar ahora ni una sola palabra en nuestro idioma. 

De la gente que hay adentro del local, la mitad que está sentada cenando tampoco presta gran atención a las ocasiones que van acumulando las francesas. Parecen festejar algo, se hablan a los gritos y están más pendientes de la pizza que les va sirviendo un repartidor de Just Eat -entra al bar, la entrega y se marcha- que del balón.

La otra mitad que está de pie tomando cerveza junto a la barra se fija un poco más en el juego. E incluso lamentan los fallos de las galas, como si realmente estuvieran siguiendo el partido. 

Un señor cercano a los 80 años -calculo yo- que baja por la calle, se para unos minutos en la terraza a observar lo que sucede en la cancha. “¿Aún van 0-0?”, me pregunta con cara de preocupación. “Sí”, le contesto; “pero, tranquilo, que aún queda mucho tiempo”. “Juegan bien”, murmulla. Sonríe y se va.

Antes de que el choque llegue 0-0 a la media parte, una de las chicas que bebe cerveza afuera le comenta a su amiga que no está muy al tanto del Mundial, pero sabe que Estados Unidos le ganó 13-0 a Tailandia y el resultado le parece “violento y un escándalo”.

Aprovecho la pausa para seguir husmeando en otros lugares, pero antes me fijo en dos pequeñas placas azules que lucen a la altura del primer piso del edificio de enfrente de Le Super Coin.  Una pone “agua en todos los pisos”. La otra, “gas en todos los pisos”. ¿Jugarían al fútbol las mujeres cuando fue construido el inmueble?

Cuanto más me acerco a la Marie, menos restaurantes veo con televisor. Imposible seguir el partido. Decido regresar por otra ruta a la seguridad de La Súper Esquina. En el camino, oigo una especie de grito colectivo semi ahogado. Tardo en caer en la cuenta de que puede ser el festejo de un gol.

De hecho, ni siquiera lo hago cuando, un poco más adelante, topo con un bar de cócteles que tiene una gran pantalla y sólo tres personas adentro. Entre los muchos carteles que cubren los vidrios de la puerta, atisbo el 0 de Noruega, pero el marcador de Francia me lo tapa un señor que también se ha parado un instante a ver qué pasa en Niza. De los tres de adentro, dos dan la espalda a la pantalla. Decido seguir hacia donde me dirigía. Y cuando llego, las noruegas ya han igualado el duelo. No haberme enterado de ese gol me parece normal.

En el segundo parcial, Le Super Coin está más animado. A la terraza se ha incorporado un trío de chicos que intentan explicarse entre sí la geografía de Sudamérica. Uno de ellos se esfuerza en enseñarle a otro dónde queda Bolivia, cómo de largo es Chile y el frío que hace en el sur de Argentina. El fútbol lo miran más bien poco.

Adentro, en cambio, los que comían ya han acabado y, con cierta carga de alcohol, siguen más atentamente el partido. Protestan algunas jugadas, lamentan las ocasiones erradas por las suyas y aplauden cuando la colegiada decreta penal a favor de las francesas tras consultar la pantalla del VAR.

“¡Eugénie, Eugénie!”, gritan para animar a la delantera del Olympique de Lyon, que ajusta el disparo y no falla. “¡Allez les bleues, allez les bleues!”, continúan con cierta euforia.

En los 20 minutos que restan, los nervios vienen y van entre cervezas y algún grito contra las noruegas fuera de tono. Cuando la colegiada indica el final y Francia suma su segunda victoria en el campeonato, la celebración de los congregados dura apenas un minuto. Unos pocos abandonan a las apuradas el bar. Y los que se quedan regresan enseguida a sus bebidas y a sus conversaciones, que no giran en torno al partido.

Salgo de nuevo a la calle. Está semi desierta. Por supuesto, ni rastro de festejo. Este barrio no es todo París. Ni París, toda Francia, claro está, pero…