Buscando el Mundial en París

El pasado miércoles a la noche, salí a pasear por el barrio parisino en el que me alojo para comprobar si, como aseguran los medios de comunicación y los organizadores, el Mundial femenino de fútbol ha calado entre los franceses.

Francia disputaba su segundo partido contra Noruega en Niza y quise pensar que,  tras el estupendo estreno de las Bleues ante Corea de Sur, legiones de hinchas se pegarían a los televisores.

Las anfitrionas jugaban, además, a las nueve de la noche, hora en la que los restaurantes, bistrots y demás locales de comida suelen llenarse en París.

Una media hora antes de que empezara el choque, comencé a husmear por las calles que rodean mi casa y no encontré ni un solo televisor sintonizando TF1, la cadena que retransmite en abierto todos los partidos de Francia.

Lo señores que en sus talleres-tienda cosen sin cesar las coloridas telas venidas de Togo, Senegal, Camerún, Costa de Marfil y Congo seguían pegados a sus máquinas, la cabeza agachada, completamente ajenos al fútbol. La mayoría, de hecho, ni siquiera tenía una pantalla con la que distraerse un rato de su quehacer. 

Tampoco había televisión en muchos de los locales de comida africana que pueblan la zona que, para quien no conozca París, está a los pies del Sagrado Corazón y  Montmartre, pero tiene poco que ver con el popular barrio de la bohemia parisina.

En Barbès-La Goutte d’Or, zona vinícola en el siglo XIX y refugio de migrantes desde que se incorporó a París, se concentra una parte importante de la población llegada del África subsahariana en los pasados años 80. 

Las tiendas, los restaurantes y la forma de vivir en la calle reproducen los modos y costumbres de sus lugares de origen y, por momentos, una se olvida de que está en París.

Y aunque el fútbol causa furor también en África, acá nadie parece interesado en el duelo que se inicia en unos minutos entre francesas de diversos orígenes – también africanos- y noruegas.

La gente se ocupa de sus negocios, que cierran más tarde que en el centro de París; cena, toma algo, habla por teléfono y se reúne en grandes grupos en medio de la calle, ya expedita de los múltiples puestos que conforman el popular mercado de Dejean. 

Unos metros más allá, tirando hacia la Marie del XVIII -el ayuntamiento del distrito-, el paisaje cambia. Reaparecen los bulevares y las amplias calles y los negocios ya no sólo están en manos de subsaharianos.

En Chez Ebru, un restaurante turco con comida halal, hay un televisor encendido. Pasa el partido, que está a punto de comenzar. Pero de las tres personas que hay en local sólo una mira la pantalla. La otra está de espaldas, concentrada en su portátil. Y la tercera tiene la cabeza hundida en su móvil.

En la calle, hay poca gente. La mayoría está cenando en alguno de los muchos locales que hay en la zona. Casi ninguno tiene televisión. Parisinos y turistas comen, beben y conversan absolutamente al margen del encuentro que puede casi sellar el pase de Francia a los octavos.

En Elegance Coiffure, aún trabajan pasadas las nueve. El barbero corta el cabello al que, imagino, es su último cliente. Sobre los espejos hay una televisión. Pero el hombre no ha sintonizado el fútbol, sino un meeting de atletismo que no alcanzo a ver dónde se disputa.

Sigo camino. Empieza a llover copiosamente. Me refugio bajo el toldo de la terraza de Le Super Coin (la súper esquina), un bar que está lleno de gente y que, casualmente, pasa el partido. Pero la cosa no parece ir demasiado con los jóvenes que fuman y beben afuera, que están de espaldas a la pantalla y hablan de sus cosas, entre ellas, de los dos años que estudiaron español en el instituto y no les sirvieron para pronunciar ahora ni una sola palabra en nuestro idioma. 

De la gente que hay adentro del local, la mitad que está sentada cenando tampoco presta gran atención a las ocasiones que van acumulando las francesas. Parecen festejar algo, se hablan a los gritos y están más pendientes de la pizza que les va sirviendo un repartidor de Just Eat -entra al bar, la entrega y se marcha- que del balón.

La otra mitad que está de pie tomando cerveza junto a la barra se fija un poco más en el juego. E incluso lamentan los fallos de las galas, como si realmente estuvieran siguiendo el partido. 

Un señor cercano a los 80 años -calculo yo- que baja por la calle, se para unos minutos en la terraza a observar lo que sucede en la cancha. “¿Aún van 0-0?”, me pregunta con cara de preocupación. “Sí”, le contesto; “pero, tranquilo, que aún queda mucho tiempo”. “Juegan bien”, murmulla. Sonríe y se va.

Antes de que el choque llegue 0-0 a la media parte, una de las chicas que bebe cerveza afuera le comenta a su amiga que no está muy al tanto del Mundial, pero sabe que Estados Unidos le ganó 13-0 a Tailandia y el resultado le parece “violento y un escándalo”.

Aprovecho la pausa para seguir husmeando en otros lugares, pero antes me fijo en dos pequeñas placas azules que lucen a la altura del primer piso del edificio de enfrente de Le Super Coin.  Una pone “agua en todos los pisos”. La otra, “gas en todos los pisos”. ¿Jugarían al fútbol las mujeres cuando fue construido el inmueble?

Cuanto más me acerco a la Marie, menos restaurantes veo con televisor. Imposible seguir el partido. Decido regresar por otra ruta a la seguridad de La Súper Esquina. En el camino, oigo una especie de grito colectivo semi ahogado. Tardo en caer en la cuenta de que puede ser el festejo de un gol.

De hecho, ni siquiera lo hago cuando, un poco más adelante, topo con un bar de cócteles que tiene una gran pantalla y sólo tres personas adentro. Entre los muchos carteles que cubren los vidrios de la puerta, atisbo el 0 de Noruega, pero el marcador de Francia me lo tapa un señor que también se ha parado un instante a ver qué pasa en Niza. De los tres de adentro, dos dan la espalda a la pantalla. Decido seguir hacia donde me dirigía. Y cuando llego, las noruegas ya han igualado el duelo. No haberme enterado de ese gol me parece normal.

En el segundo parcial, Le Super Coin está más animado. A la terraza se ha incorporado un trío de chicos que intentan explicarse entre sí la geografía de Sudamérica. Uno de ellos se esfuerza en enseñarle a otro dónde queda Bolivia, cómo de largo es Chile y el frío que hace en el sur de Argentina. El fútbol lo miran más bien poco.

Adentro, en cambio, los que comían ya han acabado y, con cierta carga de alcohol, siguen más atentamente el partido. Protestan algunas jugadas, lamentan las ocasiones erradas por las suyas y aplauden cuando la colegiada decreta penal a favor de las francesas tras consultar la pantalla del VAR.

“¡Eugénie, Eugénie!”, gritan para animar a la delantera del Olympique de Lyon, que ajusta el disparo y no falla. “¡Allez les bleues, allez les bleues!”, continúan con cierta euforia.

En los 20 minutos que restan, los nervios vienen y van entre cervezas y algún grito contra las noruegas fuera de tono. Cuando la colegiada indica el final y Francia suma su segunda victoria en el campeonato, la celebración de los congregados dura apenas un minuto. Unos pocos abandonan a las apuradas el bar. Y los que se quedan regresan enseguida a sus bebidas y a sus conversaciones, que no giran en torno al partido.

Salgo de nuevo a la calle. Está semi desierta. Por supuesto, ni rastro de festejo. Este barrio no es todo París. Ni París, toda Francia, claro está, pero… 

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